viernes, 6 de junio de 2014

SAN AGUSTÍN DE HIPONA

imagen de red

SAN AGUSTÍN DE HIPONA. Nació el 13 de noviembre del 354 en Tagaste, Numidia (actual Souk-Ahras, Argelia). Su padre, Patricio (fallecido hacia el año 371), era un pagano (más tarde convertido al cristianismo), pero su madre, Mónica, era una devota cristiana que dedicó toda su vida a la conversión de su hijo, siendo posteriormente canonizada por la Iglesia católica.

Agustín se educó como retórico en las ciudades norteafricanas de Tagaste, Madaura y Cartago. Entre los 15 y los 30 años de edad vivió con una mujer cartaginesa cuyo nombre se desconoce, con la que en el año 372 tuvo un hijo, Adeodatus, que en latín significa ‘regalo de Dios’.

Inspirado por el tratado filosófico Hortensius, del orador y estadista romano Marco Tulio Cicerón, se convirtió en un ardiente buscador de la verdad, estudiando varias corrientes filosóficas antes de ingresar en el seno de la Iglesia.

Durante nueve años, desde el  373 hasta el  382, se adhirió al maniqueísmo, filosofía dualista de Persia muy extendida en aquella época por el Imperio romano de Occidente.

Con su principio fundamental de conflicto entre el bien y el mal, el maniqueísmo le pareció una doctrina que podía corresponder a la experiencia y proporcionar las hipótesis más adecuadas sobre las que construir un sistema filosófico y ético.

Además, su código moral no era muy estricto; Agustín recordaría posteriormente en sus Confesiones: “Concédeme castidad y continencia, pero no ahora mismo”. Desilusionado por la imposibilidad de reconciliar ciertos principios maniqueístas contradictorios, abandonó esta doctrina y dirigió su atención hacia el escepticismo.

Hacia el 383 se trasladó de Cartago a Roma, pero un año más tarde fue enviado a Milán como maestro de Retórica. Aquí se movió bajo la órbita del neoplatonismo y conoció también al obispo de la ciudad, san Ambrosio, uno de los eclesiásticos más distinguidos en aquel momento.

Fue entonces cuando se sintió atraído de nuevo por el cristianismo. Un día, por fin, según su propio relato, creyó escuchar una voz, como la de un niño, que repetía: “Toma y lee”.

Sintío esto como una exhortación divina a conocer las Sagradas Escrituras y leyó el primer pasaje que apareció al azar: “... nada de comilonas y borracheras, nada de lujurias y desenfrenos, nada de rivalidades y envidias.

Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Rom. 13, 13-14). En ese momento decidió abrazar el cristianismo. Fue bautizado con su hijo natural por Ambrosio la víspera de Pascua del año 387. Su madre, que se había reunido con él en Italia y que moriría poco después en Ostia, se alegró de esta respuesta a sus oraciones y esperanzas.

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